Tercer artículo con plagios. “Reflexiones
sobre el principio de responsabilidad de Hans Jonas”, publicado en Observaciones Filosóficas en 2008 (disponible
en http://www.observacionesfilosoficas.net/reflexionessobreelprincipio.html) dice:
“Según
Jonas, la acción humana ha cambiado profundamente en las últimas décadas; esta
transformación se debe a los desarrollos tecnocientíficos y a la dimensión
colectiva de la acción. Como consecuencia de esta transformación, la naturaleza
y la humanidad están en peligro. Antaño, las intervenciones de los hombres en
la naturaleza eran muy modestas y no ponían en peligro los grandes ritmos y equilibrios
naturales; hoy, el medio artificial extiende sus redes y su explotación al
conjunto del planeta, poniendo en peligro la biosfera, tanto global como
localmente. Frente al tecnocosmos en perpetuo crecimiento, la naturaleza se ha
vuelto precaria, vulnerable, su autopreservación no está asegurada en absoluto.
A partir de ahora reclama la vigilancia, la responsabilidad y la moderación de
los seres humanos. La existencia está igualmente amenazada: ya de manera
indirecta, debido a las amenazas que pesan sobre la biosfera, de la que los
seres humanos dependen, ya de manera directa, a causa del desarrollo de los
medios tecnológicos de destrucción masiva. La esencia de la humanidad también
estaría en peligro porque las tecnociencias abordan cada vez más al ser humano
como una realidad biofísica, modificable, manipulable u operable en todos sus
aspectos. La ciencia moderna y la tecnociencia han “naturalizado” e
“instrumentalizado” al hombre, éste es un ser vivo producido por la evolución
natural, de la misma manera que los otros seres vivos, sin nada diferente que
haga de él un miembro de una sobrenaturaleza; por tanto, también es contingente
y transformable, operable en todos los sentidos.
Los
riesgos asociados a las tecnociencias habrían sido limitados de no haberse
impuesto, al mismo tiempo que la tecnociencia, un estado de espíritu nihilista.
Esto implica la desaparición de todos los “pretiles” teológicos, metafísicos u
ontológicos, quienes sostenían la creencia en la existencia de límites
absolutos que el saber (la verdad religiosa o metafísica) nos presentaba como
infranqueables y cuya moral prohibía los intentos de trasgresión. Antes de la
destrucción nihilista de la religión y de la metafísica había un “orden
natural” y una “naturaleza humana” que, por sí mismas, revestían un valor y un
sentido sagrados a los que se debía respeto absoluto; la ciencia moderna, en un
primer momento, como método puso entre paréntesis los valores, las
significaciones y las finalidades que la tradición consideraba inscritas en el
mundo. Pero esta metodología se ontologizó rápidamente. Se pasó de la
suspensión metódica a la tesis de que ni en la naturaleza ni en el universo hay
ningún valor en sí ni ninguna finalidad dada. El mundo vacío de sentido y las
cosas naturales se convirtieron en simples objetos; paralelamente, los hombres
se convirtieron en fuente exclusiva de todo valor, de toda finalidad y de toda
significación. Únicamente la voluntad de los seres humanos puede dar o no valor
a las cosas; únicamente los seres humanos introducen finalidades (metas) en el
mundo y buscan los medios para realizarlas. En ausencia de Dios y de todo
sentido u objetivo natural dado, la libertad humana de inventar fines y de
imponer valores parece ilimitada, abismal; esta transformación del lugar del
hombre en el universo se siente también como una emancipación ilimitada de la
humanidad respecto de todas las coerciones de su condición. Hay una
convergencia entre el hecho de que todas las barreras simbólicas (morales,
religiosas, metafísicas) sean impugnadas y poco a poco destruidas, por un lado
y, por otro, el hecho de que, a medida que las ciencias y las técnicas se
desarrollan, se vaya imponiendo la concepción de una realidad cada vez más
libremente manipulable. Una expresión contemporánea de esta convergencia es “el
imperativo tecnocientífico”, en el que se dan la mano nihilismo y utopismo. El
ser humano también está sometido al proceso de naturalización, objetivación y
operacionalización, es el blanco de las tecnociencias. Por otra parte, sigue siendo
el sujeto, único origen de todo valor y de toda meta. En esas condiciones, nada
se opone a lo que ciertos hombres emprenden sobre sí mismos y sobre los demás,
con total desprecio por la experimentación que va asociada a finalidades y a
(des)valorizaciones arbitrariamente decididas, al capricho de su voluntad o de
su deseo.
Según
Jonas, el humanismo y todos sus valores (libertades individuales, fe en el
progreso de las ciencias y de las técnicas, tolerancia, pluralismo, libre
examen, democracia, etcétera) dependen del nihilismo. Para el humanista, sólo
el hombre es fuente de sentido, de valores y de finalidades. Pero el humanismo
no puede ofrecer una defensa segura del exceso de la tendencia (el nihilismo)
de la que él mismo forma parte. El humanismo confía en la posibilidad de
modificar la condición humana y se siente tentado de echar mano de todas las
posibilidades tecnocientíficas y políticas que ayuden a la emancipación de la
humanidad respecto de las servidumbres de la finitud. La alianza del humanismo
y el materialismo es una de las fuentes principales de explotación de la
biosfera. No hay que esperar que la democracia ni la opinión pública eviten las
catástrofes con el fin de garantizar el futuro de la naturaleza y de la
humanidad. El hombre solo no es capaz de asegurar el valor y la supervivencia
de la humanidad, por tanto, es imperioso garantizar de otra manera –con
independencia de los hombres y, llegado el caso, contra su voluntad (la
libertad)– el valor y la supervivencia del ser humano. Esta garantía debe ser
absoluta, no dependiente del deseo individual o colectivo, debe ser teológica
o, por lo menos, ontológica o metafísica.
Es
necesaria la fundación absoluta del valor de la humanidad,5 tal como existe y
ha existido siempre, tal fundación se apoya en una concepción finalista de la
naturaleza que combina motivos aristotélicos y evolucionistas: la observación
de la naturaleza viva pone de manifiesto por doquier el despliegue de
comportamientos funcionales o intencionales, es decir, con finalidad. De lo
contrario, los órganos y los organismos del mundo vivo resultan ininteligibles.
Ahora bien, el organismo que tiende a un fin otorga también valor a este fin:
fines y valores van unidos, llenan la naturaleza, y el ser humano no es en
absoluto su fuente. Si se considera la evolución en su conjunto, se observa la
aparición de seres vivos de comportamiento finalista cada vez más rico y
diversificado. El sentido de la evolución es el acrecentamiento de la
finalidad. Este proceso culmina con el ser humano, que es el ser vivo más rico
y activamente finalista. El fin de la evolución natural, por tanto, sería el
hombre, el ser vivo que no deja de inventar fines. En este sentido, dado que
fin es igual a valor, el hombre, fin supremo de la naturaleza, es también el
valor supremo. Éste –el valor de la humanidad– no depende, pues, de la
humanidad, sino que es impuesto por la naturaleza misma, es decir, tiene su
fundamento en la naturaleza. La humanidad debe respetar este valor que es su
propio valor: debe respetarse a sí misma tal como la naturaleza la ha
engendrado. Puesto que es el ser vivo inventor de fines y valores por
excelencia, el hombre puede y debe ejercer su libertad y su creatividad
finalistas, pero con respeto a la naturaleza y a su propia naturaleza. Así, no
puede intervenir en el orden natural, que se revela sagrado; el hombre sólo
puede ejercer su libertad creadora en el plano simbólico, antes de ser creador,
es criatura (de Dios o de la naturaleza) y no puede, sin provocar una
catástrofe, perturbar el orden del que forma parte.
La
conclusión de Jonas es que el nihilismo y las tecnociencias que obedecen al
imperativo técnico van contra este ejercicio, esencialmente simbólico, de la
libertad humana en el respeto a un orden natural, ontológico o, incluso,
teológico. Contra este imperativo, es menester afirmar otro imperativo, fundado
en la naturaleza misma de las cosas y que se enuncia así:
Actúa
de tal manera que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la
permanencia de una vida auténticamente humana en la Tierra.
¿Cómo
se lleva esto a cabo? Según Jonas, en nuestras acciones deberíamos guiarnos por
una heurística del miedo. La heurística del miedo lleva a detener toda empresa
tecno-científica de la que se puedan imaginar consecuencias “contra natura” en
forma de eventual abuso, extravíos o patinazos. Pero, ¿quién debe guiar tal
heurística? No hay que esperar que la gente, la opinión pública, se ponga
espontáneamente del lado de la contención, la moderación y la prudencia,
especialmente en una civilización que valora el consumo de la novedad y que
mantiene la utopía del progreso ilimitado. El modelo de la ética de la
responsabilidad, según Jonas,6es expresamente paternalista, implica que se
actúe en bien de los otros y, llegado el caso, a pesar de ellos. El poder debe
ir a manos de un gobierno de sabios, esclarecidos por la heurística del miedo y
capaz de imponer las medidas de salvación. La legitimidad de tal gobierno se
basa en la “naturaleza de las cosas”. La naturaleza de las cosas se impone apenas
se ha comprendido la realidad y la naturaleza del “peligro absoluto” (nihilismo
y tecnocracia) y se ha adherido a una metafísica finalista. Por tanto, el
filósofo es quien legitima el poder político llamado a salvar a la humanidad
del nihilismo tecnocientífico en el cual la modernidad se ha embarcado.”
Todo esto está tomado casi verbatim de “Principales problemas éticos en la actividad
científica y técnica y en la convivencia social de nuestro tiempo” (sección
2.6.1.1, disponible en http://www.oposinet.com/filosofia/temas/oposiciones_filosofia_T43.php).
Quizá Ángel Jesús Pérez Jiménez, es el autor; no tenemos certeza pero no es la
Dra. Godina. Hay referencias a ese texto aquí: http://sil.gobernacion.gob.mx/Archivos/Documentos/2007/04/asun_2342321_20070426_1179328751.pdf.
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